4/20/2012

Cuando empezás, no parás

Anoche dormí tres horas y media. Resulta que, primero, cenamos, luego, salimos y, por último, terminamos borrachos en una terraza. Me dormí a las seis de la mañana y nueve y veintisiete sonó el celular: tal como le había pedido, C. me avisaba que era hora de levantarme. Es que había quedado con ella en que lo iba a cuidar a L. (su hijo de siete años) mientras ella iba a hacer algo importante a la universidad. Con L. la pasamos muy bien. Los mejores momentos, creo yo, fueron dos. El primero, virtual, fue cuando jugamos en un ipad una competencia de cortar verduras con el dedo. El segundo, real, cuando quise servirle la sopa, que había dejado preparada la madre, en un plato y el nene me miró y me dijo: en serio creés que se puede servir sopa ahí. Me dio un poco de nostalgia y alegría porque me hizo acordar a cuando mis sobrinos me hacían notar ese mismo tipo de torpezas de mi parte mientras los cuidaba.

Volví a casa. Como sabía que iba a quedarme dormida, salí rumbo a la Laie de Pau Claris a trabajar. Escribí más de lo que creía posible y, también, mandé algunos mails, urgentes, postergados, importantes. A eso de las ocho y media di por terminada la sesión. En el camino de regreso sentí que me dolían mucho las piernas. Debo tener algo grave pensé. Después me dije, basta, el otro día el ojo, hoy esto. Creo que son los ocho meses sin H.Z., pero en seguida me di cuenta de que con H.Z. me pasaba lo mismo.

Mientras me divertía pensando en enfermedades terminales, pasé por el Corte Inglés y decidí cruzarlo por dentro. En el trayecto una promotora me preguntó si quería que me hiciera una prueba de maquillaje (yo iba a cara lavada). Le dije: sí, la cara me delata, ¿no? La chica no entendió el chiste y se pensó que me había ofendido. Lo ofrecemos a todas en general. Quedate tranquila, es una broma, estoy casi sin dormir. Me probó miles de cosas mágicas. Para cerrarte los poros, para taparte las ojeras, para que parezca que dormiste ocho horas. De todas formas, lo que más me gustó fue un rubor de un color perfecto. Cuesta treinta y cinco euros. Sabés las cosas que hago yo con treinta y cinco euros, corazón. No se lo dije, me resigné con saber para mis adentros que el rubor perfecto e inalcanzable existe. Me dio un librito muy bonito en donde están todos los productos. Gracias, ya no soy la misma.

En este momento mi cara tiene un arsenal que cuesta lo mismo que un viaje a Londres. Y así, bella y falsamente descansada, en esta hermosa noche de viernes, voy a hacer lo más esperable y esperado del mundo: irme a dormir.