10/30/2011

Bored to death (Modos de ser patético)

Cada vez son menos las cosas que me interesa ver o leer. Puede sonar un poco depresivo, yo trato de no juzgarlo. No estoy segura pero creo que hubo una época en mi vida en la que me interesaba todo lo nuevo que salía: los últimos libros, las series que se estrenaban, las películas incluso antes de que llegaran al cine. Me sabía los nombres, los datos, las referencias, todo. Pero, si de verdad existió esa época, en algún momento dejó de existir. La mayoría de cosas que leo me aburre, me parece o demasiado compleja o demasiado simple. De ninguna serie me da ganas de ver más allá de la mitad del primer capítulo y si el libro o la película duran más de doscientas páginas o dos horas directamente ni quiero empezarlos.

Tengo dos respuestas para esto:
1) Crecí, afiancé mi gusto literario- audiovisual, ya no me dejo llevar por las tendencias, sé lo quiero y me concentro en eso.
2) A medida que pasa el tiempo me vuelvo cada vez más perezosa y depresiva y lo justifico a través de la respuesta uno.
Vaya a saber cuál será la verdadera, con buena suerte es una mezcla de las dos.

Sin embargo, Bored to death, no entiendo por qué, me encanta. Me dan ganas de mirar los capítulos a medida que se va estrenando la tercera temporada. De verdad, podría criticar un montón de cosas que “están mal”. Sobre los personajes, la trama, la estructura de los episodios. Ni siquiera es muy original. Es como esas personas de las que podés hacer una lista interminable de defectos, pero todavía te siguen gustando.

Jonathan Ames (nombre del protagonista que coincide con el del creador de la serie) es un escritor de novelas policiales que sale a resolver misterios para inspirarse. Nada muy novedoso, ni especial. Tiene dos amigos: un gordo casado y fracasado que se dedica a dibujar historietas donde el superhéroe es él mismo con un súper pene. Y un viejo excéntrico, adicto a la marihuana, ególatra y caprichoso. Como siempre en los detalles está todo.

Lo que tienen en común los tres personajes es que son patéticos: dicen lo que no tienen que decir, hacen lo que no tiene que hacer, cuanto más les interesa algo más se encargan de perderlo. Hay momentos geniales como cuando terminan los tres durmiendo juntos haciendo cucharita. Son situaciones inverosímiles, exageradas, llevadas al extremo.

Hay algo de este tipo de ficción (y de autoficción) que me interesa. No es una novedad para el que me conoce. El personaje autorreferencial llevado al patetismo. Lo disfruto y si me pongo muy teórica al respecto me pierdo. (Sí, ya sé, el chiste fácil sería decir que es porque yo también soy patética, y, si bien no lo niego, no creo que esté ahí la respuesta. Además no me gustan los chistes fáciles, me gustan los complejos.) Lo disfruto y ya, como cuando era chica disfrutaba las canciones de los Parchís o Get Smart. Solo que ahora es un poco apenas más sofisticado y muchísimo menos popular.

10/29/2011

El espíritu de Jim Morrison

Estuve muy enamorada de mi primer novio. No puedo negarlo. Éramos chiquitos y cuando nos separamos pensé que se había terminado el mundo. No sé si fue al que más quise (es de mal gusto elegir a uno, el amor de la vida creo que no existe) pero sí sé que nunca quise tan ingenuamente como lo quise a él. Yo tenía unos tiernos y dulces dieciséis años.
Él, llamemoslo M. que era como se llamaba, en aquella época era fanático de Jim Morrison. M. escuchaba a los Doors e imaginaba que él, en otra vida posible, era Jim Morrison. Muy adolescente, como éramos. Por suerte después uno crece y deja de hacer esas cosas, ¿no?
Pasó tanto tiempo que yo, de verdad, ya no me acuerdo si me gustaban los Doors antes de conocerlo o me empezaron a gustar por él. Da igual. Digamos que fue por él, para hacerlo más romántico. (Aunque creo que fue desde antes y hablando de esas cosas y por esas coincidencias mágico-juveniles empezamos a involucrarnos.)
De lo que sí me acuerdo es que yo tenía un cassette (cuando digo estas cosas me doy cuenta de que soy una señora mayor) que siempre se trababa cuando sonaba The End. Y yo, que leía a William Blake y todo eso de las puertas de la percepción, estaba convencida de que el espíritu de Jim Morrison era el responsable de manipular la cinta.
Después vino el CD y se me fueron los miedos.
The end.

10/24/2011

La lluvia

Tengo ganas de hablar de la lluvia sin que eso signifique otra cosa. Quiero decir, que eso no tenga ningún subtexto, ni ninguna reflexión, ni ninguna interpretación metafórica.

La lluvia como líquido que viene del cielo por algún fenómeno natural que estudié en la escuela que tenía que ver con agua que se condensaba en nubes y después chocaba y entonces caía.

La lluvia es alegre cuando en I’m singing in the rain, Gene Kelly la baila y canta porque está enamorado y no le importa lo que pase en el mundo real.

La lluvia es cínica cuando la misma canción la cantan en La naranja mecánica, pero para torturar y violar.

La lluvia limpia de pecados al mundo cuando cae el diluvio universal.

Pero hoy llovió, llovió y llovió. Y solo significó eso: lluvia.

10/16/2011

Relaciones textuales

El otro día un profesor comentaba que hace años, cuando Vargas Llosa y García Marquez estaban de visita en la ciudad, existía la leyenda que mientras el primero se iba a dormir temprano para levantarse a escribir, el segundo se iba de fiesta todas las noches hasta las siete de la mañana. Esto me hizo acordar a un reportaje (que vi hace mucho) a Onetti en donde él se comparaba también con Vargas Llosa en su relación con la escritura. Decía que para él la escritura era una amante, para el otro, una esposa.

La gente empieza a psicoanalizarse por distintos motivos. Desde cosas horrorosas como una muerte, una enfermedad terminal o una violación hasta cuestiones más simples (pero no por eso menos dolorosas) como una relación conflictiva con una pareja o los padres o los hijos o un problema laboral. En mi caso, yo empecé a psicoanalizarme para entender mi relación con la escritura.

Llegué el primer día al consultorio al lado del Parque Centenario, me senté en el sillón que estaba cubierto con una especie de pañuelo hindú (todos los psicoanalistas cubren sus sillones supongo que para evitar el desgaste del tapizado) y él se sentó frente a mí. Y ahí comencé a contarle, al que iba a ser mi psicoanalista por muchos años, que yo quería escribir, que era lo que más deseaba en el mundo, pero que no podía, que no me salía. Que estaba obsesionada con la idea de Barthes de que el placer que provoca escribir un texto luego se traslada al placer del que lo lee, por lo que yo intuía que las sensaciones que tenía una persona en el momento de escribir luego se sentían en el texto. Y que cada vez que yo me disponía a escribir sentía una mezcla de repulsión, aburrimiento, discapacidad y melancolía. Y que cuando lograba vencer todo eso y escribía, cada palabra me parecía que estaba mal y que estaba perdiendo el tiempo. Pero no porque hubiera tenido que estar haciendo cosas productivas como plantar semillas o luchar a favor de los derechos humanos, sino porque tendría que haber escrito un texto que estuviera bien en lugar de ese. Y sintiendo placer, además. Había probado el método que se recomienda en estos casos: escribir una hora por día en horario fijo. Un consejo que se da también para la constipación: coma mucha verdura y siéntese en el inodoro todos los días a la misma hora por más que no tenga ganas de evacuar los intestinos. Y, si bien para el estreñimiento funciona, no me resultaba para la escritura.

Es decir, el deber ser del esposo no me funcionaba. Y el puro placer del amante no me sucedía. ¿Qué se hacía en estos casos?

Muchos años hablamos con mi analista de este tema. También es cierto que fue importante en mi vida en cosas más reales y concretas como la muerte de mi mamá o la separación después de estar nueve años en pareja, ambos sucesos con menos de seis meses de diferencia. Tampoco es que mi vida sea un devenir de preguntas y angustias literarias, no se crean. Me acuerdo que lo llamé al celular llorando y me dijo: yo estoy. Qué frase mágica para ese momento. Sí, es verdad que también fue una buena estrategia para dejarme tranquila y que no lo jodiera el fin de semana. Pero no le quita fuerza, al contrario, confirma el poder de las palabras.

Mi papá decía tres cosas: "si uno quiere ser pintor, pinta", "copiame en lo bueno, no en lo malo", "cuando me muera ya vas a decir: papá, tenía razón". El otro día hablaba con D. y me encontré diciéndole: porque si uno quiere ser pintor, pinta. El horror, el horror... Y encima me estaba copiando de lo malo. Cuando me quejo por algo y le digo a mi analista: ¡pero es difícil!, él me responde: ¿y qué quiere?, ¿que sea fácil?

Si uno quiere ser escritor, escribe, aunque no necesariamente eso es algo fácil, cómodo o dado.

Ah! perdón me desvié demasiado. Igual, si alguien está esperando una conclusión con respecto a la escritura como amante o como esposo, le tengo malas noticias. No tengo idea cómo funciona en mi caso. Algo que se me ocurre ahora es que es muy masculino esto de disociar las cosas: la madre o la puta. Yo prefiero la combinación en todos los órdenes de la vida: que mi marido sea un poco mi amante o que mi amante sea un poco mi marido. Sí, ya sé, eso es imposible. Lo siento, no es mi culpa. Si quieren una solución posible, les paso el teléfono de mi analista.

10/15/2011

La paciencia

Hoy hablé con una amiga por Skype y me contó de una situación familiar y me dijo que no sabía cómo manejarla. Era difícil darle un consejo. Solo podía decirle que tuviera paciencia, pero no sabía si era una buena recomendación. Entonces busqué la palabra en la RAE.

Las cuatro primeras definiciones son:
1. f. Capacidad de padecer o soportar algo sin alterarse.
2. f. Capacidad para hacer cosas pesadas o minuciosas.
3. f. Facultad de saber esperar cuando algo se desea mucho.
4. f. Lentitud para hacer algo.

Definiciones tan contradictorias me llevaron a preguntarme si la paciencia es una virtud o una enfermedad. Quiero decir, si me guío por la 3, supongo que es algo bueno para el temple humano. Pero, si me dejo llevar por la 1, es evidente que se trata de una patología.

Después seguí pensando. Tal vez, la paciencia era lo más sabio que le podía recomendar. Pero también lo más hipócrita, dado que es una facultad o un defecto del que no tengo el placer -o la desdicha- de gozar. Más bien tiendo a ser precipitada y a querer resoluciones (positivas o no) lo más inmediatas posibles. Por eso, como no sabía si esto era algo bueno o algo malo y quería dar un buen consejo, lo busqué en la RAE. Y solo sumé confusión. Luego fui al Diccionario panhispánico de dudas. Pero no estaba. Parece que ni ahí lo saben.

Agotada por la falta de respuestas, me acordé del disco de uno de mis grandes ídolos, Adrián Cayetano Paoletti, que se llama así, Paciencia. Y descubrí que se puede escuchar aquí. Es un disco que creo me habían regalado para ¿una navidad? Puede ser, no me acuerdo. Y me puse a escucharlo. Y acá estoy, escuchándolo, perdiendo la paciencia de preguntarme por la paciencia, pero disfrutando de la música.