3/25/2014

Un top five de períodos de rock nacional en mi vida

Hace unos días que se me dio fuerte por escuchar rock nacional. Sucedió, sin planearlo, ni hacerlo de manera consciente. Tengo poco saber enciclopédico sobre la música en general. Y, paradójicamente, de todas las artes, es probable que sea de la que más conozco. Pero no te puedo tirar el nombre del disco en donde está la canción o el año de grabación. Los empleados de Rob Gordon me echarían de su local sin ningún tipo de consideración. Mi relación con la música es completamente sentimental y biográfica. A pesar de que alguna vez planeé comprarme un Moog y formar una banda sesentosa, mi vocación musical quedó en el mundo de las fantasías animadas. Las canciones me remiten a un momento particular de mi vida. Cada una fue banda de sonido de momentos de mi existencia. El lugar que ocupa la música argentina en ese escenario es inclasificable. He pasado por tantos estilos que a veces es difícil de explicar, incluso para mí misma, por qué me gustaron todas esas cosas. Pero hoy hice un viaje en la máquina del tiempo. Y aquí está el top five de períodos de rock nacional en mi vida.

  1) Basta de Depeche, Erasure y música de boliche, lo mío es el rock and roll

Corría el año 1990 y la marca que más estaba de moda era J.L. Cook. Recuerdo un buzo blanco que tenía con la marca escrita en colores flúo. Un atentado al buen gusto y encima a un precio carísimo. Iba a la matiné y esperaba que el dj salvara mi vida. Hasta que llegó el verano. Y en la playa conocí el agite del oeste. Unos flacos de Morón que me hablaron de la lucha por el boleto estudiantil. Volví a casa y arranqué todas las etiquetas de mi ropa. Me colgué (y juro que esto es verdad) cinco colgantes de los cuales solo recuerdo tres: el martillo y la hoz, los Redondos de Ricota y v8. Los llevé durante más de un año y no me los sacaba ni para bañarme. Tengo que admitir una de las cosas más vergonzosas de mi vida: me ponía texanas por fuera de los pantalones. Escribí con Liqui Paper en la tapa de mi carpeta: “Por qué no te dejas de pensar en labios que besan frío para cerrar un ojo y ver cuántos cuernos tiene el diablo?” y me sentí la reina de la profundidad. Las chetas de mis compañeras de curso jamás podrían entenderme. Yo era realmente especial. En esa época también empecé a tomar cerveza. Y de ahí nunca paré.

  2) Dejá de bailar rock and roll, lo mío es rockero pero más de amor y paz

Dos años después, el camino se volvió más hippie. Mi amor indiscutido de la época fue Fito Páez. Yo creo que por su culpa empezaron a gustarme los hombres de nariz prominente. Todos los narigones que han pasado por mi vida, ya saben, pueden ir a darle las gracias a Fito. “Hoy paré con la botella, todos saben lo difícil que es zafarse de ella” cantaba en un teatrito de barrio y yo lo amaba. Estaba a punto de pegarla con El amor después del amor, pero todavía no había sucedido. Por él compré mi primer libro de Bukowski: La máquina de follar.
Mi otro amor de la época fue Luis Alberto Spinetta, solo que en su caso era algo etéreo, no tenía sueños eróticos con él. Se trataba de un maestro, de un padre espiritual, de un poeta que me ayudaba a entender la dimensión cósmica de la vida. Ya lo conté mil veces, hubo un momento que solo escuchaba Artaud.
También sonaba bastante: Sui Generis, Seru Giran, Vox Dei, Pappo’s Blues, incluso fui a ver a la Bersuit al Viejo Correo, cuando los conocían doscientas personas nada más. Me compraba todas las camisas de bambula que se podían conseguir en el Parque Centenario. Pero de repente se me colaban canciones de Los Violadores. No me pregunten cómo, pero sucedía. Algo conservaba de la etapa anterior: seguía escuchando Sumo y me acuerdo que escribí en la pared de la habitación de una amiga que me pidió que se la autografiara: “No sé lo que quiero, pero lo quiero ya. Mel” porque algo importante tenía que cambiar en mi vida. Y así fue.

  3) Y Puán me volvió alternativa

En 1995 sucedió uno de los acontecimientos de mi vida: comencé la carrera de Letras en la UBA. Si fuiste a Puán en la segunda mitad de los noventa tuviste que haber escuchado a Spleen, Jaime sin tierra, San Martín Vampire y Suarez. La culpa de todo la tiene Juan Di Natale, Hernán Ferreirós y Sábado maldito, por supuesto. También hubo un año entero que escuché Willy Crook y los Funky Torinos. Me acuerdo que le había comprado el cd a Fichi en su disquería de Paseo del Sol.
Había un costado tanguero fuerte protagonizado por Pequeña Orquesta de Reincidentes y Melingo. “Del barrio me voy, del barrio me fui, triste melodía que oigo al partir, voy dejando atrás, todo el arrabal, en mi recuerdo.” Y la cruza de diferentes músicas con Axel Kryger y el tema de apertura de Okupas a la cabeza.
Babasónicos, Brujos, Kuryakis, leamos historias fantásticas de Marcelo Cohen, miremos películas de Tarantino y usemos zapatos con plataformas. Mi musculosa azul de ideogramas chinos o mi camisa vinílica roja me dieron grandes satisfacciones, no me puedo quejar.

  4) Si sabés tocar música, andá al conservatorio, pero no sos músico

Y con el cambio de siglo, hubo un nuevo giro en mi vida musical. Un antes y un después del recital de Sonic Youth del 21 de octubre del 2000. Llegó la monogamia y junto a eso el indie en su estado puro. Sugar Tampaxx, Mauro, el cuñado de Sol que tenía una banda cuyo nombre olvidé, Billordo, y todos los hijos no naturales de Kim Gordon y Thurston Moore. Muerte al vituosismo. Querer parecerse a Thom Yorke es lo menos, entérate, vos, cantante de Jaime sin Tierra. No somos ingleses, somos indies norteamericanos y el espíritu de Kurt nos guía.
Dentro de ese mundo de “si vende más de cien discos es comercial” lo más extralimitado que llegamos a hacer fue ir a ver a Miranda de la mano de Gori en algún local de San Telmo. Pero rápidamente su canción “Imán” los hizo estallar de popularidad y tuvieron que ser desterrados de nuestra vida.
“Ahora estoy arriba de mi casa con un rifle” cantaba El mató a un policía motorizado. Y si sabés armonía te disparamos, podría haber sido el corolario.

  5) Vejez y eclecticismo

Si hay algo que siempre definió al rock fue su rivalidad futbolera. La inventaron los Stone con una única finalidad: vender. No me acuerdo en qué documental escuché a Mick Jagger decir que luego de bañarse se ponía aceite en el pelo para fingir que estaba sucio y diferenciarse de los Beatles. Soda Stereo-Los Redondos fue el súper clásico de una época. Después suceden cosas como que Charly García rehabilitado vive en la casa de Palito Ortega o que el Indio Solari extraña Nueva York. De ahí para abajo nadie escapa de la enseñanza bíblica: el que esté libre de pecado que arroje la primera piedra.

Todo esto para decir que vivo el momento más ecléctico de mi vida con el rock nacional: he superado la etapa del ghetto, lo que no quiere decir que me guste todo, ni escuche cualquier cosa. Quiere decir que… ¿estoy vieja?, ¿perdí la onda?, ¿todos me van a odiar?, ¿van a pensar que no entiendo nada de nada, que todo el recorrido fue en vano? Puedo superar cualquiera de esas acusaciones con una sonrisa.

De los cuatro períodos anteriores hay dos músicos que estuvieron siempre rondando en la playlist de mi vida: Melero y Calamaro. Victoria Mil es una banda importante en mí, sin lugar a dudas. La muerte de Spinetta me puso muy triste.

El otro día me acordaba que a los veintiún años le enseñé a un grupo de chicos de quince lo que era poesía con la canción “Me gusta ese tajo”. Yo tenía toda una teoría al respecto y los pendejos flashearon con que una profesora (que apenas tenía cinco o seis años más que ellos) les dijera que eso era poesía pura. Eran muy malhablados y como yo quería que dejaran de decir malas palabras, en lugar de prohibirlas, les dije que las transformaran en poesía. Solo podían utilizarlas si escribían unos versos como “con sus lindas piernas ella me hace pensar que debo destruir la mierda de mi gran ciudad”.  No sé cómo ningún padre vino a pedir mi cabeza. Suena un delirio, pero funcionó. Supongo que ahora debe ser mucho más común este tipo de prácticas.


1 comentario: